Perder y seguir amando: Mi historia como madre de ángeles y soñadora de vida
Perdí mucho en el camino. Porque perder un embarazo es sentir que el mundo se te viene abajo. Pero nunca he perdido la fe. Soy madre de ángeles celestiales, y mi esperanza sigue en pie.
Hay silencios que gritan. Como el que queda cuando un embarazo se detiene sin aviso. Como el que viví dos veces, con el alma temblando y el cuerpo vacío. Dicen que no hay palabras para ese dolor, pero yo necesitaba encontrarlas. Porque cuando el corazón se rompe así de hondo, también nace la urgencia de entender, de recordar, de amar de otra manera. Esta es mi historia, contada desde ese lugar donde el dolor y el amor conviven.
Mi camino hacia la maternidad comenzó como el de muchas con ilusión y amor. Pero muy pronto, esa ilusión se tiñó de incertidumbre. En marzo de 2024, a mis 33 años, me diagnosticaron insuficiencia ovárica primaria y adenomiosis en primer grado. Términos que asustan y te hacen ver la fragilidad de la maternidad; que sacuden tus certezas como mujer. No era solo un diagnóstico médico: era un golpe a mis sueños de formar una familia.
Contra todo pronóstico, quedé embarazada de forma natural en agosto de ese mismo año. Ese test positivo fue un destello de esperanza. Lo celebramos con lágrimas, abrazos y oraciones. Pero pocos días después, el sangrado llegó. Y con él, el miedo. A pesar de los controles, la medicación y el reposo, nuestro primer bebé se fue al cielo tan rápido como una estrella que cruza la noche y desaparece antes de poder pedir un deseo. El dolor fue brutal. Como si algo se rompiera para siempre dentro de mí. Me culpé, dudé de mi cuerpo, lloré como nunca antes. Sentí que había fallado.
A finales de octubre, unos meses después, la vida nos sorprendió con otro positivo. Y aunque el miedo seguía presente, también volvió la ilusión. Vimos su latido, su pequeña imagen en la pantalla. Pero otra vez, el silencio. Otra vez, el final anticipado. Esta segunda pérdida fue aún más dura, más larga, más traumática. Hubo medicación, ataque de pánico, sangrado intenso, histeroscopia... y una herida que parecía no sanar. Nada de eso se olvida. Pero aquí estoy. De pie. No porque sea más fuerte, sino porque encontré manos que me sostienen.
Me sostuvo mi esposo. Con sus silencios llenos de ternura, con sus palabras de amor, con sus abrazos en los días grises. Nunca me soltó, siempre me sostuvo y me levantó.
Me sostuvo mi familia. Que estuvo ahí, sin presionar, simplemente estando.
Me sostuvo mi fe. Porque cuando todo parecía oscuro, fue Dios quien me abrazó con más fuerza. La oración, el Santísimo, la imagen de la Divina Misericordia, la Virgen de la Dulce Espera... todo eso me sostuvo cuando no podía más.
Me sostuvo la terapia. Un espacio seguro donde pude poner en palabras lo que dolía tanto. Donde aprendí a mirar a mi cuerpo con compasión.
Me sostuvo el movimiento. El ejercicio, aunque a veces cuesta, me ha devuelto la conexión con mi cuerpo. Poco a poco, estoy volviendo a habitarlo.
Me sostuvo mi doctora que me trató como persona, no solo como paciente. Que escuchó mi historia, no solo mis síntomas.
Me sostuvo mi nutricionista, que me guió para entender cómo ayudar a mi cuerpo, cómo estar más sana físicamente, cómo escucharlo y darle lo que pedía.
Y también me sostuvo una sorpresa inesperada: meses después, descubrimos que mi diagnóstico había cambiado. Mi cuerpo, que creíamos agotado, mostró señales de renovación. Mi reserva ovárica mejoró. Pasé de insuficiencia ovárica a ovarios poliquísticos, y hoy tengo un diagnóstico de ovarios normales. Un cambio que para muchos es inexplicable. Para mí, fue un regalo de Dios.
La sanación no es un camino lineal, ni fácil. No tengo aún un bebé en brazos. Pero tengo dos hijos en el cielo. Parte de este proceso fue nombrarlos, porque darles un nombre fue una forma de decirles: "ustedes existieron, y siempre estarán conmigo". Llamarlos por su nombre me ayuda a recordarlos con amor, a sentir que no se fueron del todo. Y tengo esta historia, que ahora puedo contar sin esconder el llanto. Porque contarlo es honrarlos. Es abrazar a otras mujeres que también han tenido que despedirse antes de tiempo.
Si tú has vivido una pérdida, quiero que sepas que no estás sola. Si sientes que nadie te entiende, aquí estoy yo. Y muchas más, como tú y como yo. Si temes que el dolor nunca se irá, no te prometo que deje de doler... pero sí te aseguro que aprenderás a sostenerlo, y que ese mismo dolor puede volverse amor, memoria, fortaleza.
No elegí este camino. Pero sí elijo cada día cómo caminarlo. Elijo la verdad, aunque duela. Elijo la esperanza, aunque tiemble. Y elijo compartir mi historia, porque tal vez, al hacerlo, pueda aliviar un poco la tuya.
Incluso con los brazos vacíos, he aprendido que el amor no desaparece, solo cambia de forma. Que recordar también es una forma de abrazar. Y que, aunque parezca imposible, el alma encuentra maneras de seguir soñando.
Después de todo lo vivido, hoy puedo decir, con el corazón en la mano, que no hay camino fácil cuando se trata de enfrentar la infertilidad o la pérdida de un hijo. Pero también puedo afirmar con certeza qué fue lo que me salvó. Me salvó reconocer que no podía con todo sola. Me salvó buscar ayuda a tiempo. Me salvó la terapia psicológica que me permitió poner en palabras lo que dolía tanto por dentro. Me salvó entregarme a la fe, incluso cuando todo parecía oscuro. Me salvó el amor incondicional de mi esposo, el abrazo de mi familia, la guía de mis médicos y el cuidado integral de una nutrióloga que me ayudó a entender cómo acompañar a mi cuerpo con amor.
Sigo caminando. Sigo haciéndome estudios, consultas, chequeos. Sigo en terapia. Sigo cuidando mi alimentación, aprendiendo a escuchar a mi cuerpo, haciendo ejercicio, aunque cueste. Sigo rezando. Sigo sosteniéndome en la esperanza. Este proceso no tiene atajos, pero sí tiene pausas sagradas, personas clave, y momentos de luz.
Comparto mi historia porque sé que muchas mujeres también transitan estos caminos silenciados. Porque es urgente hablar de lo que duele, no para quedarnos en el dolor, sino para transformarlo. Porque conocernos, escucharnos, unirnos, puede cambiarlo todo. Porque nombrar a nuestros hijos, aunque no estén físicamente, es un acto de amor y memoria.
Yo no elegí esta historia, pero sí elijo qué hacer con ella.
Elijo compartirla con verdad y con ternura. Elijo amar sin miedo, aunque haya conocido la pérdida. Y elijo seguir soñando con vida, porque incluso en la herida, hay espacio para la esperanza.